Esta mañana me he despertado por el ruido ensordecedor de mi
despertador. Ese sonido que se cuela en los mejores sueños, en el momento más inesperado
y confortable de la cama. Cuando mejor se está en la cama es cuando el deber te
obliga a levantarte. Y de nuevo, esa pereza permanece latente por la idea de
tener que hacer algo que no deseas hacer realmente.
Con los ojos cerrados y a regañadientes lo buscas por la
mesita tropezándote con mil historias hasta dar con él y sentir su tacto frío
en tu mano. Desconectando ese ruido ensordecedor que molesta a los tímpanos y
te anuncia La Crónica
de un día nuevo: Otro día en el Mundo.
Levantas las persianas y ves que aún es invierno y que
llueve y que está nublado. Pero esbozo una sutil sonrisilla maliciosa al pensar
que la primavera ya está cerca y con ella es brisa y esa libertad añorada de
cielos azules y calles con adoquines blancos. Y pienso en esa luz que Henri
Cartier-Bresson dotaba a sus fotografías de la vida cotidiana. El arte de lo natural y lo cotidiano donde
todo es luz.
A todo esto: ¡Buenos días, Mundo!
No voy a contaros todo cuanto he hecho esta mañana de lunes
rutinario. Lo dejaremos para otro día.
Cuando, por fin, encuentro mi refugio, empiezo a leer (con
ganas) el cuento “Moscú” de Antón Chéjov.
De fondo, ese maravilloso sonido de las olas al romper con
las rocas y el estruendo maravilloso del cielo antes de echarse a llover y
pajarillos asustados revoloteando buscando su refugio, sin norte.
Habré tardado en leerlo unos veinte minutos contados de
reloj. Mi libertad escasea y las responsabilidades sociales me aclaman a gritos
el deber de la puntualidad manteniendo las formas y las apariencias.
El cuento empieza así: “Soy un Hamlet moscovita”. Me gusta…
buen comienzo … y trata de ese Hamlet terriblemente aburrido y atrapado por el
tedio más absoluto.
A veces todos nos
hemos sentido como ese personaje de ficción y hemos interpretado papeles en la
vida rutinaria fingiendo que todo marcha bien con sonrisas efímeras y a medio
hacer. Hemos fingido besos huidizos y mañaneros.
Un conocido del personaje le propone una solución: “Oh, pues
amarra un trozo de cable y ahórcate! ¡No hay nada más que hacer!”
Pues sí que hay algo más que hacer, y es vivir ajeno al
mundo y a las miradas convencionales que nos hunden en la miseria más absoluta…
en ese nihilismo que Friedrich Nietzsche plasmó con agonía en sus obras.
Es posible vivir y sentirse vivo. Valorar esos Momentos de Inadvertida Felicidad como hizo con su narrativa moderna Francesco
Piccolo.
Viviendo el momento sin más… buscando ese vivir intenso en
los pequeños placeres que nos brinda la vida… esos detalles de un todo que nos
hacen sonreír hacia adentro.
Y sí seguro que “vamos a pelearnos mucho”.
Hace mucho que
quiero escribir algo titulado "Extinción en la ternura". No he
encontrado el lenguaje para hacerlo, o el lenguaje, esa experiencia de límite o
piel entre lo que creemos ser y el mundo, no me ha encontrado a mí. Pero creo
haber hallado una forma indirecta de hacerlo (la oblicuidad, siempre: una forma
de salvación), seleccionando estos fotogramas de Diario de un hombre ridículo, de Alexander Petrov.
Extinción en
la ternura, luz que muere en lo que el abrazo tiene de inextinguible.
El camino del
pequeño gesto compasivo.
Esa lentitud.
Esa morada.
Me quedo con las imágenes de ese abrazo.